Solían ir despacio,
mirando al suelo y a los bordes.
Allí, en el salvaje derredor,
salpicado de rojizos y dorados.
Serenas eran las mañanas perezosas,
ya fuesen de otoño o primavera,
porque l'albar urraca nos cantaba,
y eso, amigo mío, sí era calma...
Érase una vez, que por desgracia,
que érase una muy azúl urraca.
Ésta hería mi paciencia y fiel reposo,
mas tanto, y por tanto,
que al final, los dos, ya hartos, s'esfumaron.
A ella de lo mismo más pasaba:
nos rompía la criatura nuestra alma,
antaño mansa, bella, ilusa, casta.
Ahora vaga sombra niebla y falsa.
Ni las flores bailan ya al soplar,
una brisa color fucsia y rosa que se va.
Ni el idílico paseo que solíamos andar,
sigue vivo o nos muy late. Y ya jamás regresará...
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